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Relatos en Cadena

Cuarto relato                NUEVO   

<<Nunca se hallaron respuestas, nunca se hallaron culpables.>> No. Tachó una vez más. Siguió buscando en su cabeza las palabras adecuadas. <<Nadie buscó al asesino.>> Tampoco. Demasiado obvio. Volvió a tachar. Respiró hondo y se dio un tiempo para enfrentarse a una nueva hoja en blanco. Llevaba años sin escribir, y esta era la historia con la que tanto tiempo había fantaseado, pero el anhelo del momento perturbaba todo. 

Era la historia de una venganza dura, sin concesiones, que obligaría al lector a mirar a los ojos a su propia culpa. Necesitaba aclarar sus ideas. 

 Se levantó y comenzó a deambular por la habitación. Podía notar cómo los pensamientos se agolpaban en su cerebro. Estaba ahí. Sentía la frase perfecta flotando en el ambiente, casi al alcance de su mano. <<Los ojos de la culpa.>> Eso era. Se agachó y decidió compartirlo con él, saboreando el momento, mientras le miraba a los ojos. Unos ojos inertes que todavía reflejaban la sorpresa de quien tras años creyéndose impune, descubre de pronto su error

Nico Dome

 

 

 

Tercer relato:                            

 

“Y luego vendrán los lloros, los lamentos y los dolores.” Estas fueron las diez palabras que cambiarían mi vida para siempre y me alejarían de aquella continua loa a la estupidez que manejaba mi cotidianidad.

Recuerdo perfectamente ese día. Atrás habían quedado los aciagos “Días de la Purificación”, ese breve pero abrasador periodo en el cual la razón fue atenazada y casi extirpada del mundo por las intransigentes hordas de desquiciados hierofantes. Todos eran culpables, nadie inocente; solo se veía maldad, nunca bondad; todo era sacrílego, nada ortodoxo; el hereje debía morir, jamás perdón…Pero bueno, todo esto ya pasó, dejémoslo descansar en la tumba de la historia. Era un martes cualquiera, un martes de esos que iban directos al pozo del olvido y de los cuales apenas queda un ápice en el gran libro que es nuestra memoria. Recuerdo que el día de antes había tenido una nada agradable visita al dentista para poner un poco de orden en mi desastrada y nada agraciada boca. Los dolores fueron terribles y para colmo terminé con una inflamación que no me permitía casi ni hablar. Ya se lo dije a mí madre: “No me lleves con Luisita, ya sé que es una buena amiga, pero cada vez que voy me tiro una semana recomponiéndome”. No me hizo caso, en realidad, nunca me hace caso.

Aquel día apareció un grandullón en clase. Se trataba del nuevo profesor de filosofía: Anastasio. Un tío de más de dos metros con miríadas de tatuajes que incluso se habían apoderado de su imponente rostro, y con un pelo tan largo y lustroso que hasta levantó las envidias de los más guaperas. Fue algo impactante, pues todos esperábamos al típico señor mayor cuya cara jamás hubiera experimentado la atrevida hazaña de dibujar una sonrisa. Nos equivocamos totalmente. Anastasio avanzó hacia el centro de la clase con unos pasos gigantescos y colocó sobre la mesa tres enormes libros, que resultaron ser diccionarios de latín, griego y alemán, y a juzgar por sus fatigadas cubiertas, parecían tener una antigüedad considerable. Sin apenas darnos cuenta, Anastasio comenzó a hablarnos sobre los multiformes usos ocultos que se encontraban tras la palabra filosofía, y sobre aquello que un viejo amigo suyo italiano había denominado la “utilidad de lo inútil”. Las palabras brotaban sin cesar de su boca, convirtiéndose en una hipnotizante tormenta que cada cierto tiempo remitía y nos obsequiaba con el agradable sabor del petricor, para casi al momento, ascender de nuevo y sumergirnos en un tumultuoso torbellino de conceptos y sensaciones. Todos en clase quedamos maravillados con el nuevo profesor y hasta los más rebeldes comprendieron lo que era experimentar interés por algo. La filosofía jamás había llamado mi atención, pero aquel día todo cambió.

Cuando llegué a casa, comencé a relatar lo acontecido en clase, y cuál fue mi sorpresa, cuando mi padre me dijo que el nuevo profesor había sido un buen amigo suyo durante los últimos años de instituto. Anastasio fue un niño muy solitario y triste y justo antes de cumplir los diez años había intentado suicidarse. Todo el mundo se metía con él, lo despreciaba, le hacían sentirse como un despojo inservible, e incluso sus padres lo trituraban con sus demoledoras exigencias. Pero hubo algo que lo salvó, las matemáticas, exactamente lo mismo que sacó del profundo pozo de la autodestrucción, en condiciones similares,  al gran Bertrand Russell, pero a diferencia de este, el pesimismo racionalista lo acompañaría toda su vida, y muestra de ello era el serpenteante tatuaje que Anastasio lucía en su brazo derecho, el cual encerraba aquellas viejas y afiladas palabras del Eclesiastés 1-18: “Porque en la mucha sabiduría hay mucha angustia, y quien aumenta el conocimiento, aumenta el dolor”.

Anastasio, después de aquel terrible episodio, se dio cuenta de que su amor por las matemáticas y por el saber eran un poderoso motor que podría dar sentido a su vida.  De repente, su existencia se había trasformado, se sentía inmune ante toda crítica y su confianza crecía tan rápido como sus conocimientos. Los años se deslizaron vertiginosos y la universidad pasó como lo hace un amor de verano, y antes de darse cuenta había obtenido un doctorado en matemáticas y otro en filosofía, su otra gran pasión. Poco después comenzó a impartir clases como profesor de algebra algebraica y geometría geométrica en su facultad y con los años fue recorriendo las aulas de las más prestigiosas universidades del mundo, estableciéndose definitivamente en la Universidad Japonesa de Tokio. Allí conoció a su gran amor, Kononoke Hirobumi, la prestigiosa científica que había creado unas bacterias capaces de eliminar los plásticos de los océanos. Todo marchaba viento en popa hasta que Anastasio se embarcó en el imposible reto de desentrañar el oscuro problema matemático planteado por archiconocido sabio medieval Chan-Chopin. Este problema había caído en el olvido desde hacía siglos, pero ahora un gran conglomerado metalúrgico japonés había decidido entregar mil millones de dólares a aquel que consiguiera desentrañarlo, ya que en él se hallaba, según los expertos, el gran secreto para producir el acero más resistente y ligero del mundo. Desde ese momento los cerebros mas brillantes se pusieron manos a la obra. Anastasio, sin pensarlo dos veces, comenzó a invertir su escaso tiempo libre en el problema de Chan-Chopin. A él no le interesaba el dinero, pero sí la fama.

Sin darse cuenta, Anastasio se vio infectado por la obsesión y pronto pidió una excedencia para dedicarse por completo al dichoso enigma. La situación rozaba extremos insoportables y Kononoke, no aguantando más, decidió apartarse de su lado. Él ni siquiera fue consciente de esta pérdida, pues día y noche se hallaba sumergido en un mar de números y fórmulas. En el mundo de la ciencia este reto estaba causando estragos inauditos, y ya eran más de una docena los matemáticos que habían perdido la cabeza y habían decidido acabar con sus vidas, pero el anónimo doctor Cuclillo seguía en pie. Este era el archienemigo de Anastasio. Se trataba de un genio japonés sin escrúpulos que andaba metido en todo tipo de negocios sucios: fabricación de drogas, tráfico de órganos, contrabando de judías pintas, clonación humana, y un largo etcétera.

Los meses pasaban, y Anastasio, que parecía estar muy cerca de la solución, se sentía cada vez más acosado y espiado por los secuaces del doctor Cuclillo. De las amenazas y el espionaje se pasó a la agresión física, pero Anastasio nunca quiso denunciar nada, pensó que su mejor venganza sería ser el primero en descifrar el problema. Finalmente, y con varios huesos rotos y la amputación de dos dedos, Anastasio dio por fin con su ansiada meta. Pasada la borrachera de números y gloria, Anastasio se dio cuenta de todo lo que había perdido por culpa de su obsesivo comportamiento y decidió regresar a España y centrarse en su otra gran pasión, la filosofía. No le fue difícil encontrar trabajo, y en cuestión de días encontró cruzó el umbral de mi aula.

Durante los pocos meses que tuve el placer de conocerlo me sentí como nunca me había sentido. Sus palabras me enseñaron a creer en mí, a quererme, a no compararme continuamente con los demás, a saber cuándo rendirme, a apreciar el verdadero valor de la amistad y, a fin de cuentas, a conocer la verdadera utilidad de lo inútil. 

En cuanto a Anastasio, la última vez que lo vi fue una semana después del final de las clases. Iba con prisa y estaba a punto de tomar un taxi en la parada que hay junto al restaurante la Corcuña, y lo único que me dijo fue que se iba a Japón a tratar unos asuntos. Ya nunca volví a saber de él, hasta que seis años después, un antiguo compañero de clase me dijo que lo habían encontrado muerto en las afueras de Nagoya. Nunca se hallaron respuestas, nunca se hallaron culpables.           

 

Leidi Jimena

 

Segundo Relato

 

Ahí esta otra vez: en línea.

—Hola, buenos días Wendolín, ¿qué tal has dormido?

—Hola Yina. Pues la verdad es que he dormido muy poco, me acosté demasiado tarde. Aun así, tengo energías de sobra para continuar chapando a tope.

—¿Otra vez Wendo? ¿Hasta cuándo vas a estar aguantando a ese machudo? Ramiro te está controlando a todas horas: te llama continuamente para saber dónde estás, no soporta que escribas a nadie por la noche, te espera en todas partes, te olisquea, te interroga…

—Vamos Yina, no es tan malo como lo pintas, solamente es un poco inseguro y se preocupa por mí, quiere que todo me vaya bien.

—De eso nada, ese camastrón quiere enjaularte y que no tengas contacto con nadie. Recuerda cómo acabo con la Eusebia. ¿Lo recuerdas?

—No, no sé lo que pasó — dice mintiendo con afilada lengua y mirada oblicua.

—Creo que me estás tomando el pelo —reprocha Yina con ademán quebrado— . Te lo contaré igualmente. Tu adorado Ramiro llegó a tal punto de control sobre Eusebia que en una ocasión le prohibió ir al cumpleaños de su propio hermano porque a la fiesta iban a acudir los amigos de este, y entre ellos estaba Panchito.

—¿Panchito el cachas?

—Sí, el mismo. Panchito es un tío increíble: cuerpo hercúleo, facciones de Adonis, mente aristotélica y un corazón tan grande como un océano. Pues bien, Eusebia lo mandó a freír vainas y desde entonces está en la gloria. Ahora se va de dancing con el Jonás todos los weekends y se la pasan besuqueándose por las esquinas y los parques como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina.

—No sé Yina, la gente habla mucho y la mayor parte son infundios grotescos paridos en tascas apestosas y en corrillos en los que no existe más objetivo que emponzoñar las vidas ajenas.

—Piensa lo que quieras Wendo, pero mira; hay en frente tienes a Coquito. Ese jambo te vendría como anillo al dedo. Le encanta embadurnarse con esas lecturas tan sesudas que te gustan y, además de ser mono y de buen espíritu, está coladito por ti. Míralo, no para de lanzarte el ojo a cada rato.

—¡Ay Gina!, no me marees con tus cábalas. Estoy bien con Ramiro, él me quiere y yo lo quiero.

—Venga, venga. Sabes perfectamente que a veces incluso te desprecia. Si no, recuerda el día en el que discutiste tan acremente con la dependienta del sexshop; él se puso de su parte y al final tuviste que ceder. Eso a mí no me pasa con mi chamaquito. ¿Recuerdas cuando me pasé comiendo los picantones que preparó mi tía de Guanajuato?

—Lo recuerdo perfectamente, todavía siento llamaradas en el estómago —dice Wendolín dibujando con la mano círculos sobre su abdomen.

—Ese día fue tremendo, me metí como dos kilos de picantones y me pasé al menos una docena de chelitas. Cuando llegamos al barrio de la Cacaraqueña tenía los interiores a punto de reventar; eso era un continuo petardeo, una traca de primera calidad de esas que se estilan en

las fiestas primaverales de Cusco. Total, que como estaban los toiletes hasta la bandera tuve que descomer prácticamente a la vista del personal, que no paraba de pasar y desternillarse de mi cara de parto. Al poco se acercaron Piter y esa pandilla de descuadrados y se pusieron a increparme por la emergencia en la que mi naturaleza desmedida me había metido. Pero de repente, apareció mi Marcelito y le puso las peras al cuarto a ese petimetre y a sus matones de juguete, y en un visto y no visto los mandó a bailar guarachita.

—Bueno, bueno, Yina, deja de decirme lo que debo hacer y vamos a seguir con anatomía, que no nos queda nada para el examen, y luego vendrán los lloros, los lamentos y los dolores.

 Leidi Jimena

 

 

 

Primer relato

 

Las tres y cuarto de la madrugada, otra madrugada. Ni duermo, ni como, ni hablo, ni vivo. Los días pasan alrededor de un pensamiento que parece haber anidado indefinidamente, con espinosas garras, en el tempestuoso y a la vez cálido lecho en que parece haberse convertido mi cabeza. Una mirada una y otra vez; cientos de veces mil veces. Veces que se amontonan como libros huérfanos en los polvorientos sótanos de bibliotecas olvidadas.

 

¿Qué podrá estar haciendo? ¿Qué palabras pueden ser compartidas fuera de nuestro vínculo en estas horas olvidadas? Horas en las que no hay tiempo para nadie más. Horas que, o son para mí, o son para el olvido.

 

Sus ojos huyen de mis inquisitivos gestos. Sus palabras, escasas como las ajenas gotas de la desértica vastedad, se escapan entre mis manos. No estoy seguro de mis sentimientos, a veces creo que podría ser ella o cualquier otra, pero la más minúscula sombra de pérdida hace que una mezcla de ira y desesperación se apodere de mi desvaído ser. Ahí está de nuevo: en línea.

 

El Peladito de Guayaquil

 

 

 

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